Deseo de ser... padre

Los deseos empeñados esconden a veces letra pequeña que conviene revisar, sobre todo cuando de ser padre se trata.

1 DIC 2015 · Lectura: min.
Deseo de ser... padre

El título de esta reflexión viene de la mano de un recuerdo de juventud en el que yo, en un alarde de "cultureo", recuerdo asistir al Arniches para ver una obra de Miguel Morey que lleva el nombre de "Deseo de ser piel roja".

Tengo que reconocerlo, la obra me daba igual, la cosa era decir que había ido al teatro. Me da mucha vergüenza admitirlo, pero teniendo en cuenta lo que quiero señalar más tarde, es de vital importancia apuntar que lo importante no era el objeto, sino la impostura a la que servía.

La función recoge el nombre y el sentido de un poema de Kafka que nos presenta una imagen fascinante de la libertad sin riendas, un piel roja cabalgando con toda su majestuosidad por las praderas de extensión ilimitada. El escritor, con cierta nostalgia, fantasea con aquello que no puede ser para él: "ser piel roja". Es ahí donde Miguel Morey recoge el testigo kafkiano de esa imagen fascinante y enigmática para interrogarlo y poner en evidencia las particulares significaciones a las que estamos adscritos. Deseo de ser piel roja, futbolista, analista o papá, tanto monta… lo importante es ese lugar donde depositamos la esperanza de que "siendo o teniendo eso", entonces seremos felices.

Hoy en día son cada vez más frecuentes en la consulta la presencia de mujeres y hombres que se hacen preguntas acerca del por qué aquello que más desean les está denegado: ser madre/padre. Es un tema delicado, sin duda, que recoge cuestiones fundamentales relativas a la transcendencia del linaje, al "instinto", pero que también, en lo humano, está contaminado de lo egoico. En ese terreno, proliferan los tratamientos que posibilitan lo imposible, pues la técnica ha conseguido llevar al sujeto allí donde los límites fijados por natura, quedan borrados y todo es posible.

Cuando esa demanda llega a la consulta del psicólogo, ya se ha producido todo un itinerario médico plagado de esperanzas y desencantos, jalonado de ilusiones y desesperanzas. Sin embargo, he de decir que esa demanda es sólo demanda, no pregunta… y eso ya es un síntoma. Existe una angustia imperiosa que empuja sin preguntarse a donde, sin cuestionarse. Y ese empuje angustioso que pretende calmarse al conseguir el objetivo fantaseado desoyendo el límite, puede tener consecuencias funestas porque lo que se persigue, a menudo, no tiene nada que ver más tarde con lo que se consigue. Por eso nuestra función es precisamente hacer pregunta allí donde hay empeño ciego.

Pero vamos por partes. En un escrito anterior planteaba algo así como:

"No es fácil que los adultos reconozcamos el lugar que los hijos ocupan en nuestro psiquismo, pero lo admitamos o no, vienen a llenar nuestros vacíos."

Es de esos vacíos de los que quiero hablar hoy. De aquellos que en la relación paterno-filial se dan sin remedio, pero que de ser empeños ciegos, se transforman en cárceles angustiosas.

El otro día, presente en cierto círculo donde padres hablaban de sus hijos, escuchaba (y seguramente algún día también habré dicho), algo así como: "es que mi hijo me trae (o no me trae) buenas notas". Es muy propio de los padres hablar con cierto aire de posesividad sobre los hijos, pero escucharlo esta vez reeditó una vieja pregunta: ¿a qué lugar vienen los hijos?

Aunque pueda parecer una frivolidad descarnada, para el psicoanálisis, un niño es un objeto que viene al lugar del falo de los padres, al lugar del objeto fantaseado que viene a cubrir un vacío.

No voy a crear falsas esperanzas, pues debido a que se trata de una cuestión subjetiva, no existe una respuesta universal a la pregunta. Decía Lacan que un significante es siempre en relación a otro significante, de tal forma que lo que un hijo significa es algo muy particular para cada padre y está revestido de las fantasías que este ha ido creando a partir de sus frustraciones, anhelos, carencias, etc.

Es necesario que el deseo de los padres esté presente y envuelva a sus hijos desde el nacimiento y durante el desarrollo, porque esa investidura supone la dotación de ciertos recursos emocionales e instrumentales para desempeñarse en los primeros momentos de la vida. Sin embargo, los recovecos del deseo, marcados por la letra pequeña, pueden ser terriblemente atrapantes, sobre todo cuando éste se manifiesta en su versión más empeñada y ciega. En esa ruta particular del deseo de los padres en la que cada uno de nosotros hemos sido necesariamente inscritos y, en la que sin duda inscribiremos a nuestros hijos, es donde se dará la encrucijada perpetua entre ser objeto del deseo del otro o ser sujeto del deseo propio.

En este sentido, podemos rescatar otros ejemplos de lo cotidiano donde el deseo de los padres termina echándose encima de los hijos, como por ejemplo ese ejemplo tan típico donde padres frustrados se enzarzan en encarnizadas luchas porque "sus hijos no les comen". Podríamos pensar… ¿a quién le comen? ¿Para quién comen? ¿Qué es lo que se supone que han de comer?, ¿Cuánto es suficiente?, ¿para qué?, ¿para quién?, ¿eso está al servicio de las necesidades del niño o al de los padres?... Preguntas que deberían sustituir al empeño y servir de cuestionamiento para que tanto padres como hijos pudiesen salir del callejón de la angustia.

El des-empeño de la función paterna / materna, requiere, como la misma palabra lo dice, de un no empeñarse demasiado.

Ninguna salida del callejón es entonces sin pérdida, sin renuncia, por eso los atrapamientos son frecuentes. El amor está en juego, y eso no es cualquier cosa.

Si hay suerte, con el tiempo, los hijos se resistirán a ocupar los lugares que les teníamos preparados, aquellos que en realidad señalan nuestras taras. Con suerte también, padres e hijos no quedaremos atrapados en culparles o culparnos porque las cosas no fueran como esperábamos. Dependerá de la capacidad que tengamos ambos de interrogarnos a nosotros mismos y del cuidado en no depositar sobre el otro las propias cargas. Y eso, aunque también será tarea de los hijos en su momento, queda en primera instancia, del lado de los padres.

En éste momento me viene un entrañable recuerdo que sucedió cuando uno de mis hijos y yo éramos ambos novatos, yo como padre y él como niño. Eran noches donde él no dormía bien y yo me acercaba a su cama con el deseo de calmarle. Mi empeño era serle útil, ayudarle a calmarse y sin embargo, cada vez que intentaba hacer algo que le calmara, más se irritaba. Como comprenderéis era frustrante, porque además, fueron muchas noches en las que horas en vela se aderezaban con mucha frustración y angustia. Pero un día sucedió algo diferente. Si de normal intentaba calmarle poniéndole mi mano en su espalda o agarrando su mano, ese día sólo dejé mi mano al lado, lo suficientemente cerca como para estar accesible, pero sin invadir.

Para mi sorpresa, fue él quien se agarró a mi mano y se durmió, y entonces yo entendí algo de lo que significa ser padre. La cosa era estar presente para que el otro pudiera coger lo que necesitara, tratando de protegerle de mis deseos y empeños. Nada más… y nada menos.

El hecho, que fue para mí un aprendizaje de enormes repercusiones, no dejó de insistir en forma de pregunta: ¿en qué me estaba empeñando yo? Más allá de las respuestas, que son particulares, lo importante fue la pregunta, que señalaba ese lugar donde mi historia se cruzaba con la suya. Fue ahí donde entendí que desde la buena voluntad también se obstaculiza, que los hijos nos enseñan muchas cosas, pero hay que estar en disposición de escucharlas.

Volvamos entonces a la cuestión del deseo de ser padre, aunque en realidad, nunca nos apartamos a pesar de los rodeos. A esa pregunta que viene a cuestionar el "furor parentalis", y a instalar una incómoda incógnita allí donde el deseo desbocado es para algunos la única razón de vivir. ¿No es ese empeño "a toda costa" la muestra, más que de un deseo, de una forma de goce que hace del otro un puro objeto?

En éstos tiempos en los que la caída de los semblantes del padre hace al límite borroso y el goce campa a sus anchas vistiéndose de variadas y coloridas telas, no está demás seguir recurriendo a las preguntas que incomodan para evitar instalarnos en la certeza de que algo vendrá a darnos lo que necesitamos. Porque si realmente queremos cuidar una vida, tenemos la responsabilidad de estar despiertos y no acomodarnos en las respuestas que nos sirven de coartada.

En su propio poema, al hilo del "deseo de ser piel roja", Leopoldo María Panero nos dice: "Sitting Bull ha muerto y no hay tambores que anuncien su llegada a las Grandes Praderas". Efectivamente, el ideal debe morir para poder volver a las praderas, aunque sea a pie y sin plumas. Sólo cuando podemos cuestionar "el deseo" es que aparece El deseo.

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Escrito por

Carlos García Requena

Licenciado en enfermería y psicología. Formación en terapia Gestalt, Psicodrama, Psicoterapia clínica integrativa y análisis bioenergética. Máster en prevención y tratamiento de las conductas adictivas. En sus consultas privadas atiende las diversas problemáticas y patologías en adolescentes, familias, adultos y parejas.

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